El
Rayo en el Rincón de los Cedros
(Visión
impresionista). Sucedió en Burón el 7 de setiembre
de 2002.
A
mi hijo Javier que lo vivió intensamente.
Puedo
confirmar que la belleza
es aquí desafío
incomparable.
Y si miro al Sur la mole de “Burín”
y la “Pared” y la “Peña del Aguila”,
y los mones de hayas dominantes,
donde seguro cruzará el rebeco
y el venado, o los sutiles corzos:
en secuencias de soledad descritas.
Siento
cerca la “Peña del Castiello”
vigía del pantano, ahora vacío.
Por su vaso discurre, indiferente,
la andadura del río a su destino,
y la presa, arteria del ayer,
que recorre sus ruinas roturadas
de aquél Burón que fuera destruído.
Y,
ya, a salvo del agua del embalse,
viejas casas, reclamos de memorias,
y renacidos símbolos del pueblo:
la Iglesia, las Escuelas, testimonios
fielmente repetidos del pasado.
Y
nuevas construcciones, expresivas
de otro Burón, que como el Ave Fénix
pretende resurgir de sus cenizas.
Los
ojos se detienen sorprendidos,
en los “Pagos de Abajo” y su paisaje;
en un bello rincón, inconfundible,
donde viven los cedros centenarios:
que miran al Oriente en sus dominios;
como quien quiere hacerlo a sus orígenes.
Sus
poderosos troncos, su estructura
devanada en sus copas hacia el cielo,
y sus sólidas ramas. Su entramado
de geométricas piñas adosadas;
hacen pensar que fue su envergadura
la muralla precisa, baluarte
de tiempo derramado, a tantos vientos
recibidos y tantas desventuras
desplegadas, que acosaron sus vidas.
Aquí
habitan los cedros, “dieciocho”
mástiles melancólicos e idílicos,
rutilantes y altivos, que despiertan
una entrañable soledad, acaso
conventual, de este viejo rincón.
Aquí
reina el silencio, solo roto
por el canto encendido de los pájaros.
La
muerte de cedro

La
tarde de verano de septiembre,
configura las cosas y el ambiente,
las sombras de las nubes se acrecientan
y fuerzas naturales se desatan.
Es
la hora de míticos reflejos,
las cinco de la tarde aprisionadas
en el reloj, y el miedo consecuente
a la luz de relámpagos profusos:
que unos escasos truenos definían.
¡Un
intenso chasquido rompió el aire,
y una estela de fuego electrizante,
estremeció el silencio y los sentidos!
Y
verte
a ti, Javier, fue indispensable,
reclamar tu presencia en el instante.
“Cayó un rayo en los cedros”.
Y mirando a tu cara, reflejabas
un temor no vencido todavía.
Era
tan cerca el hecho acontecido
que acudimos, muy pronto, a comprobarlo
y por ver los efectos alcanzados.
El
mayor de los cedros, un gigante
de vertical mirada, con sus sueños
de cielos, inescrutable y místico,
( con su tronco de base poderoso
con cuatro metros y medio de contorno )
desvencijado y yerto allí yacía.
Estaba
derribado, destruido:
tronzado por un hacha inverosímil
que desplegó su filo, impresionante.
Y
creció su vacío y el silencio
que la brisa mecía en sus espacios.
En
el aire sonoro de la lluvia
se proyectó la sombra de la muerte)
Pero
yo sé que “diecisiete” cedros,
compañeros del tiempo y de los pájaros,
orquestarán sus músicas de llanto.
En
el bello “rincón” de sus dominios
te buscarán al viento cada tarde.
Autor: Francisco Javier Morán